miércoles, 7 de noviembre de 2012

La maldad como virtud


Resulta que ser bueno en estos tiempos pareciera no rendir frutos. Ser bueno en estos tiempos Seguramente alguien, hace años (pocos o muchos) habrá dicho lo mismo o seguramente alguien más lo dirá. Y con ellos compartiré la idea, la sensación de estar haciendo algo mal queriendo hacer algo bien.

El problema, creo, de los que nos decimos “buenos” es que en el fondo sabemos que no lo somos y no estoy seguro si este es un mal endémico de estos generalmente delgados, bajitos, (muy) susceptibles a ser “bulleados”, sensibles o sensibleros, amables y toda una larga, larguísima letanía de cualidades que figurarán en la lista de deseos del hombre ideal de más de una mujer. Y no es necesariamente cierto que nos sepamos malos, he escuchado, me he escuchado tantas veces decir: si soy tan bueno, cómo es que nadie quiere esto…

Pero hoy resulta un activo deseable ser malo, ser uno de los que en su afán de sentirse “auténticos” simplemente se atreven a decir lo que otros sólo piensan. Ellos tienen menos miedo es cierto, que esta raza de “buenos recatados” y debo incluso aplaudir que a diferencia de los de mi especie, tienen más tolerancia a la frustración, un rechazo lo pueden tomar como una broma o algo que pasados los rigurosos 3 minutos pueden olvidar sin empacho alguno.

El problema de los buenos es que nunca aprendimos realmente a ser malos, entonces esa maldad que surge del enojo, de la frustración (que aparece en forma de los más pataletudos y sonoros berrinches) es tan amarga, tan dañina que no es, sino hasta que ha pasado algún tiempo (hay quien requiere sólo unos minutos, otros precisamos días) para que después el círculo se complete con un arrepentimiento que viene aparejado con una culpa atroz sobre la que deseamos poner toda nuestra bondad, todas nuestras mejores y más brillantes virtudes para que olviden o intenten olvidar que fuimos malos.

Pero no, la bondad pareciera más liviana, más etérea que la maldad, esa maldad que pesa y deja un recuerdo como lo hace una piedra lanzada a la cara. Es curioso pensar que se recuerda más la herida que la caricia. Ahora que lo escribo me encantaría saber si es necesariamente cierto esto, me gustaría tener algo para decir que eso es falso. Lo que es fácil y es un argumento recurrente, es tomar esa maldad como un activo invaluable para lacerarte, martirizarte condenando a esa parte malvada que osó salir y opacar al ser humano brillante al que quiero que todos no solo vean, sino (esto debería ser confesión de diván) admiren.

Ser bueno es sólo un disfraz, un engaño que con el tiempo uno aprende a mejorar, pero como todo, el mío se ha ido desgastando al grado de dejar asomar una maldad propia de alguien que cuando no tiene lo que consigue arrebata. Ese lado animal, irracional, soberbio e iracundo al que quisiera llamar de alguna manera oscura no parece ser, a veces, más que una caricatura y parafraseando a un locutor: la gente desesperada hace cosas desesperadas.

Es algo así como (disculpa lector la egolatría) ser un intento de Mario Benedetti de un lado y por el otro, el Ecoloco.


Fue la última vez.
Bolívar sabía que fue, definitivamente, la última vez que la vería.
“Última, esa palabra, esa sensación lo ha acompañado, le ha taladrado esa conciencia cada vez más gastada y maltrecha.  Se le antojaba eterna esta tristeza, cuando parecía que se evaporaba, que se alejaba; a la vuelta de la esquina volvía a sentir esa puta urgencia de sentirse querido.




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